Muy despreciable y detestado orgullo
Cordial Saludo
Te escribo esta carta porque he sentido que sin pedir permiso tomas cada día habitaciones de mi alma y te haces dueño, eres el peor huésped dentro de mi engañoso corazón.
Yo no quiero ser lo que tu repudiable discurso me incita a ser. Como ese día que me incitaste a sacar todos mis argumentos, mi conocimiento y mis palabras más afiladas para ganar aquella discusión, pero ¿cómo olvidar el rostro de tristeza de mi “contendor”? Gané la discusión, pero lastimé a quién amo, ¿eso de qué sirve?
Tienes esa tendencia detestable de hacer que me siente en el estrado para sentirme juez de todo y de todos, me pones delante los casos donde yo puedo hablar con superioridad moral pero te escondes cuando no tengo autoridad, porque aunque me haces sentir juez al final sabes que yo también merezco estar en la silla de criminal. Te molesta cuando leo que se me ordena a amar a mis enemigos, porque te irrita pensar que yo también fui un enemigo, y que delante de la cruz quedamos sin excusa para no perdonar.
¿Cómo es que hay palabras tan difíciles de decir para ti? Si es una discusión no te faltan palabras, porque conviertes mi lengua en una daga afilada que llega hasta donde ni yo mismo lo imaginaba, pero “perdóname, me equivoqué, necesito cambiar” son palabras que no entran en tu léxico.
Yo no quiero responder siempre, estoy agotado de sentir que siempre debo dar mi opinión aún cuando no tengo ni idea de lo que estoy hablando, me asfixia buscar tener la razón aunque tu me vendas ello, como el éxito intelectual. Solo me dices que hable porque cómo puedo quedarme tan desactualizado, como puedo dejar que él diga la última palabra, me tiras a patalear en la piscina de mi ignorancia. El otro día tuve que retractarme de una de esas opiniones porque el contrargumento me ganó, lo bueno fue que sentí como te hirió eso.
¿Cuántas veces me has privado de aprender más? Sólo porque te irrita que haya otro que sabe más, o porque encuentras una opinión que, aunque diferible puede ser edificante.
Te disfrazas de apariencia religiosa cuando dices, “Yo me humillo ante Dios”, cuándo lo que en realidad quieres decir es que eres tan bueno que ninguno llega a tu estándar de moralidad como para poder rendirle cuentas.
Eres la peste de mi humanidad, los restos más podridos de mi naturaleza pecaminosa. No sé cómo puedes llevarme a hacer tanto daño, a nublar mi empatía, a herir a los que amo Eres la barrera más grande para alcanzar mi meta de ser como mi maestro.
Porque cuándo lo miro a él, me inspira cómo vivía sin recurrir a ti. Siempre manso y humilde, verdades firmes y palabras amorosas. Él no tuvo problema de lavar los pies de quienes en unas horas lo iban a abandonar (¿impresionante no? Porque si fueras tú, ya me hubieses hecho a hablar de lo feos que son sus pies, y a criticar sus hábitos de limpieza).
Mi maestro era admirable porque no tuvo reparo en declararte la guerra, Él siendo verdaderamente el más grande, no como yo (aparentando ser grande), descendió hasta la bajeza inimaginable de la humanidad. Dios respirando el polvo de esta tierra, el creador del universo tocando leprosos, comiendo con pecadores y lavando pies de traidores, dando su vida por enemigos, callándose ante los insultos y los escupitajos que golpearon su cara, teniendo todo el poder para matar a sus verdugos, clamó misericordia para ellos. Nada más con mencionarte tales cosas te pasan escalofríos, ¿cierto?
Pero bueno, quien sabe quien es, no tiene problema de humillarse”. Y ese es mi más grande pleito contigo; me conduces hacia las trivialidades de esta vida, haciéndome olvidar de mi identidad fundada en mi creador, me haces perseguir el próximo “like”, el próximo aplauso o el siguiente elogio cuándo todo eso es tan variable, pero lo que él dice de mí no varía, no depende de lo que yo he hecho, es su amor, es su gracia.
Tú me haces olvidar del glorioso y más grande amor que he recibido, mis actitudes con olor a ti contristan al huésped más importante, El Espíritu Santo.
Por eso y mucho más, quiero escribirte mi declaración de guerra. Voy a hacer tu vida imposible dentro de mí, procuraré hacerte agonizar, aceptando mis errores. Silenciaré tus quejas, con abnegada obediencia.
Quiero que llores dentro de mí, cuando decida a amar a mis enemigos, orando por ellos y sirviéndoles a aquellos que no merecen mi servicio.
Voy a perder muchas discusiones en nombre del amor. Voy a hacerme vulnerable en las aguas del perdón, porque sé que ahí mi maestro siempre me dará su mano. Voy a espantarte sintiendo empatía con el más débil, porque sé muy bien lo débil que yo soy. Procuraré levantarme cada mañana y reforzarte los clavos para mantenerte crucificado, agonizando hasta que mueras por completo, recordándote por su palabra cuán detestable eres, y entonces cuándo tú, orgullo de mi alma mueras, podré decir que ya soy cómo Él.
Conozco lo testarudo que eres y que no te irás a la primera, intentarás hacerme perder mis relaciones más importantes con la mentira de “amarme a mí mismo”, intentarás hacerme creer que puedo amar a Dios mientras aborrezco a mi hermano, procurarás hacerme esconder detrás de las máscaras de un “cristiano piadoso” solo por apariencia, querrás que me muestre como el más fuerte de los cristianos y que esconda mis debilidades, porque conoces el poder de la amistad confrontante, pero yo, seguiré mirándolo a Él.
No vivo para mí, vivo por Él y para Él. Seguiré mirándolo a él y rogándole que me quebrante, que quiebre la dureza de mi alma causada por tu presencia, y que cada espacio que tu has habitado sea ocupado por tu voraz enemiga: La humildad. Escucharé la voz tan apacible que tanto detestas, la voz del Espíritu, porque sé que es la única voz con el poder de silenciar tus mentiras y vencer tus propuestas.
Guerra, contra ti.
Con amor, Norber Bustos.